CAPÍTULO III. La Visitación.
VIAJE Á HEBRÓN. L A CASA DE ZACARÍAS — ENCUENTRO DE MARÍA É
ISABEL. SANTIFICACIÓN DE JUAN. EXCLAMACIÓN DE ISABEL. — EL « MAGNÍFICAT » .
(Luc. 1\ 39-56, Mdt. 1, 18-25.)
EN los días que siguieron
á la Encarnación del Verbo, María continuaba abismada en el pensamiento de que
Dios se había dignado poner sus ojos en la pobre huérfana de Nazaret para
hacerla madre de su Hijo. Y aquello no era un sueño: las palabras del ángel
resonaban todavía en sus oídos y, por otra parte, el nuevo ardor que abrasaba
su corazón, revelaba ciertamente la presencia del Dios de amor.
Mientras más ahondaba su espíritu en estos pensamientos, más
se derramaba su alma en efusiones de reconocimiento para con Aquel que la había
elevado, á pesar de su indignidad, á tan encumbrado honor. Una sola cosa le
faltaba: un confidente que pudiera ser depositario de su secreto y asociarse á
su dicha. Pero este secreto debía sepultarlo en lo más hondo de su alma, hasta
que á Dios pluguiera descubrirlo. Sólo el autor del gran misterio podía
comunicar á los espíritus luz bastante para penetrarlo.
El Señor inspiró á María el pensamiento de ir á visitar á su
prima Isabel, cuyas inesperadas alegrías el ángel le había hecho conocer. ¿No
era justo en aquella circunstancia prodigarle piadosos cuidados, compartir con
ella sus gozos y ayudarla á dar gracias al Señor?
Era necesario emprender un viaje de treinta leguas á través
de las montañas y desiertos de Judá; pero la caridad no conoce dificultades ni
fatigas y el Dios que moraba en ella la impelía irresistiblemente á ponerse en
camino. Numerosas caravanas se dirigían entonces á Jerusalén con ocasión de las
fiestas de la Pascua. María se agregó á los peregrinos, atravesó á toda prisa
las colinas de Efraín, saludó de paso la ciudad santa y, salvando escarpadas
montañas, llegó después de cinco días de camino, á la antigua ciudad de Hebrón
(1).
(1)
San Lucas (1.39) dice vagamente que la Virgen se
dirigió á una ciudad de Judá, in civitatem Juda. Creemos con gran número de
autores que se trata de la ciudad sacerdotal de Hebrón, bien que otros, según
una tradición de la Edad Media, colocan la casa de Zacarías en la pequeña aldea
de Ainleavim, como á dos leguas de Jerusalén.
Todo era calma y silencio en la casa del anciano sacerdote.
Desde su visión en el templo, meditaba, mudo y solitario, en los grandes destinos
del niño que Isabel llevaba en su seno. Esta, entregada del todo á su alegría,
sólo se ocupaba en alabar al Dios que se había compadecido de su oprobio y
amarguras. Nada le hacía presumir la visita de su joven prima, cuando de
improviso, se presentó María en el umbral de su casa, dirigiéndole el saludo de
costumbre: « Que el Señor sea contigo ».
Al oir esta mística salutación, Isabel, profundamente
emocionada, sintió que su hijo saltaba en su seno á impulsos de una viva alegría.
Al mismo tiempo su espíritu, iluminado por luz del cielo, comprendió claramente
la causa de aquella conmoción milagrosa: el niño acababa de ser santificado en
el seno de su madre como el ángel lo había predicho á Zacarías. Purificado de
la mancha original, colmado de gracias, dotado del uso de razón, Juan, saludaba
desde su prisión á su Salvador invisible y cumpliendo ya su misión de
precursor, lo daba á conocer á su madre.
Inspirada por el Espíritu Santo, Isabel no viendo ya en su
prima á una mujer ordinaria, sino á una criatura más excelsa que los ángeles
del cielo, exclamó llena de inmenso regocijo: « Bendita eres entre todas las
mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre ». Grito de entusiasmo y de amor,
que todos los corazones fieles repetirán hasta el fin de los siglos en honor de
la Virgen Madre y luego agregó: ¿De dónde á mí esta felicidad de que la madre
de mi Dios se digne visitarme?
¡Oh María! al solo eco de tu voz el niño que llevo en mi
seno ha saltado de alegría. « Bienaventurada eres porque has creído en la
palabra de Dios, pues se cumplirá todo lo que se te ha anunciado Entretanto,
estupefacta en presencia de tales maravillas, la Virgen de Nazaret guardaba
silencio; pero al oir las alabanzas proféticas de Isabel, su corazón, como un
vaso que se desborda, no pudo contener sus sentimientos. Su alma, elevándose
hasta Dios único digno de alabanza y trasportada al cielo, respondió á las
felicitaciones de su prima con este himno sublime en honor del Eterno:
« Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu rebosa de
alegría en Dios mi Salvador ». « Porque se ha dignado poner sus ojos en la
humildad de su sierva; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las
generaciones ». « El ha hecho en mí grandes cosas; y su nombre es ?anto por
todos los, siglos. » « El es quien de generación en generación, derrama su
misericordia sobre los que le temen; quien, ostentando la fuerza de su brazo,
derribó á los soberbios y confundió el orgullo de sus pensamientos.» «
Precipitó de sus tronos á los poderosos, para hacer subir á ellos á los
humildes y pequeños; sació á los hambrientos y despidió en ayunas á los
opulentos de este mundo ».
En su éxtasis, la Virgen inspirada, veía pasar delante de
sus ojos á los Faraones, los Holofernes, los Nabucodonosor, los Antíocos, á
todos los opresores de Israel que desaparecieron como sombras al soplo de
Jehová. Contemplaba al pequeño pueblo de Dios siempre abatido, pero siempre
sostenido por la mano omnipotente de su Señor. . Luego, á la visión del pasado,
sucedió la visión del porvenir. Deteniendo su vista profética sobre su patria
esclavizada y sobre las naciones subyugadas por el espíritu de las tinieblas,
recordó que llevaba en su seno al Redentor de Israel y del mundo: « Jehová,
exclamó, se ha acordado de sus misericordias: levantará á Israel su siervo,
como lo ha prometido á Abraham y á su posteridad en todos los siglos ».
Así cantó la Virgen de Nazaret anunciando á la tierra la
venida del Redentor divino. Así debieron cantar los ángeles cuando por vez
primera contemplaron la majestad del Altísimo. Así cantaron Adán y Eva bajo las
sombras del paraíso, admirando las magnificencias de la tierra y de los cielos.
Así, reproduciendo este inspirado himno - de amor, eanta en la tierra toda alma
rescatada cuando, al declinar el día, trae á la memoria las grandezas y
misericordias de Jesús, Hijo de María.
La humilde Virgen permaneció tres meses en casa de su prima,
tiempo que transcurrió veloz ocupado en dulces y santos coloquios. Pero llegó,
al fin, la hora de la separación; Isabel y Zacarías lamentaron la partida de
aquella que llevaba en su seno al Dios de su corazón. María lloraba también,
porque un triste presentimiento le anunciaba que después de aquellos tres meses
de cielo, comenzarían para ella los días de prueba.
En efecto, su vuelta á Nazaret fué para ella ocasión de
angustias mortales. Desde la primera entrevista con su esposa, José no pudo
dejar de notar en María señales inequívocas de su futura maternidad. Ignorando
el misterio de la Encarnación, no sabía qué pensar y qué partido debería tomar.
No obstante las apariencias, se resistía á creer á María culpable de un crimen.
La más pura de las vírgenes no podía caer súbitamente desde las alturas del
cielo á un abismo de fango; pero ¿cómo explicar su situación?
María leía en el rostro de su esposo las crueles
perplejidades que torturaban su alma; sufría al verle sufrir, pero su frente conservó
siempre angelical serenidad y ningún signo de inquietud alteró el candor de su
fisonomía. Ya que ninguna palabra humana podía calmar las legítimas ansiedades
de su esposo, esperó en silencio que Dios pusiera término á aquella prueba.
Con el corazón despedazado, José tomó por fin la resolución
que le pareció más conforme con la justicia. Su perfecta sumisión á la ley, no
le permitía continuar viviendo con María antes de la explicación del misterio ;
su no menos perfecta caridad, le impedía igualmente denunciar ante la autoridad
judicial á una mujer que, á pesar de todo, persistía en creer inocente.
Resolvió, pues, abandonarla discretamente y sin ruido. Largo tiempo luchó
consigo mismo antes de ejecutar este designio: ¡era tán duro para él abandonar
á una huérfana, á una pariente, á una esposa que en él miraba á su único
protector!
Mas, al fin, sin dejar traslucir su resolución, una noche
hizo los aprestos de viaje y se entregó al sueño después de haber ofrecido á Dios
su sacrificio. Mientras dormía, apareciósele un ángel del cielo y con una
palabra disipó todas sus inquietudes. José, hijo de David, lé dijo, no temas
guardar contigo á María tu esposa, pues el fruto que lleva en su seno es obra
del Espíritu Santo. Ella dará á luz un Hijo á quien pondrás por nombre Jesús,
porque él salvará á su pueblo de sus pecados ».
Después de aquella revelación celestial, despertóse José
completamente transfigurado. Por una súbita iluminación, el Espíritu le había
hecho comprender que se realizaba en María la profecía de Isaías: « Una Virgen
concebirá y dará á luz un hijo que será llamado Emmanuel, es decir, Dios con
nosotros ». Al mismo tiempo que se descubría á sus ojos el augusto secreto de
la Encarnación, el santo patriarca comprendió la misión providencial que Dios
le confiaba con respecto al Niño y á la Madre. Jesús y María necesitaban un
guardián y protector en la tierra. A José tocaba velar por estos dos seres
queridos y seguirlos á todas partes como la sombra protectora del Padre que
está en los cielos.
Libre ya de sus congojas, el santo se apresuró á dar
cumplimiento á las órdenes del Cielo. A las tribulaciones de los últimos días,
sucedieron el gozo y la paz. Los dos esposos departieron con abandono y
confianza sobre la obra divina á la cual ambos servían de instrumento. José
supo por María la visita del arcángel Gabriel, así como los prodigios obrados
en Hebrón. Creciendo en amor á medida que meditaban las bondades de Dios para
con ellos, los dos santos esposos adoraban al Salvador en su estrecha prisión y
ansiaban ver llegar el venturoso día en que pudieran tenerle en sus brazos y
estrecharle contra su corazón.
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