CAPÍTULO IV. La gruta de Belén. PROFECÍA DE MIQUEAS. — EL
EMPERADOR AUGUSTO . — EL CENSO DE CYRINO. — JOSÉ Y MARÍA EN BELÉN. — EL
ESTABLO, EL NACIMIENTO DEL NIÑO-DIOS. — LOS ÁNGELES Y LOS PASTORES. «GLORIA 1N
EXCELSIS» . (LUC. II , 1-21.)
MIENTRAS
aguardaba el nacimiento del divino Niño, María recorría en su memoria los textos
sagrados relativos al advenimiento del Mesías. Iniciada en el conocimiento de las
Escrituras, no ignoraba la « célebre
profecía de Miqueas: «Belén Efrata, tú eres, muy pequeña entre las numerosas
ciudades de Judá, y sin embargo de tu seno saldrá el dominador de Israel, El
que existe desde el principio y cuya generación remonta hasta la eternidad ».
(1).
(1) Miqueas V, 2
Según estas textuales palabras, los doctores afirmaban
unánimemente que el Cristo nacería en Belén como David su abuelo. Pero ¿cómo se
cumpliría esta predicción, ya que María, domiciliada en Nazaret, no tenía
motivo alguno para trasladarse á Belén? Un hombre fué, sin saberlo, el
instrumento elegido por la Providencia para resolver esta dificultad; y á fin de
manifestar al mundo que los potentados de la tierra no son más que meros
ejecutores de sus eternos decretos, Dios quiso que este hombre fuera el mismo
Emperador.
Augusto reinaba entonces en el Oriente y en el Occidente.
Naciones antes tan orgullosas de su independencia como Italia, España, Africa,
Grecia, la Galia, Gran Bretaña, Asia Menor, transformadas en simples provincias
del imperio, soportaban la ley del vencedor. Durante largo tiempo, esforzáronse
estos pueblos por sacudir el yugo; pero, ni el Africano protegido por el mar,
ni el Germano oculto tras el baluarte de sus impenetrables bosques, ni el
Bretón perdido en el Océano, pudieron resistir á las legiones de la invencible
Roma. Todos depusieron sus armas y el emperador en señal de paz universal, hizo
cerrar el templo de Jano. (1): Considerado como un dios, se le elevaron
templos, se le discernieron apoteosis y se le llamó «la salud del genero humano
». (2).
En la época en que debía nacer el verdadero Salvador del
mundo, quiso el gran Emperador conocer con exactitud la extensión de sus
dominios y el número de sus súbditos. Con este fin, un edicto imperial mandó
hacer un censo general de la población, tanto en los reinos tributarios como en
los pueblos incorporados al imperio. La Judea debía también cumplir este
edicto, porque el reino de Herodes, simple feudo revocable á voluntad, dependía
del gobierno de Syria.
En diciembre de 749, (3), Cyrino, que gobernaba juntamente
con Sextio Saturnino, llegó á Palestina para presidir las operaciones del
empadronamiento. Dióse orden á los jefes de familia, á mujeres y niños, de
inscribir en los registros públicos su nombre, edad, familia, tribu, estado de
fortuna y otros detalles que debían servir de base al impuesto de capitación.
Además de esto, cada uno debía inscribirse, no en el lugar de su domicilio,
sino en la ciudad de donde era originaria su familia, porque allí se
conservaban los títulos genealógicos que establecían, con el orden de
descendencia, el derecho de propiedad y de herencia.
°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°
(1)Este templo, uno de los más célebres de Roma, cerrado en
tiempo de paz, permanecía abierto en tiempo de guerra. Suetonio hace notar (in
Aug. 2) que, desde la fundación de Roma hasta Augusto, no estuvo cerrado sino
dos veces.' _
(2) En las monedas acuñadas con la efigie de Augusto, se
leía esta inscripción: Salus generis humani (Suet- in Aug.).
(3) El edicto con fecha del año 746, tuvo su aplicación en
Judea tres años más tarde.
°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°
Esta última prescripción obligó á José y María, ambos de la
tribu de Judá y de la familia de David, á trasladarse de Nazaret á Belén, lugar
del nacimiento de David su progenitor. Al atravesar las montañas de Judea,
María, próxima ya á ser madre, admiraba cómo Dios mismo la conducía al lugar en
que debía nacer el Mesías, y cómo un edicto imperial ponía «en movimiento á
todos los pueblos del universo, á fin de que la profecía hecha siete siglos antes
por un Vidente de Israel, tuviera exacto cumplimiento.
Los dos viajeros llegaron á Belén agobiados por las fatigas,
después de veintidós leguas de camino. Los últimos rayos del sol iluminaban la
ciudad de David, sentada como una reina en la cima de una colina circundada de
risueños olivares y viñedos. Era Belén la
casa del pan, la ciudad de ricas mieses; Efrata, la fértil, lugar de abundantes pastos. En aquellas alturas vivía la
bella Noemí cuando el hambre la obligó á desterrarse al país de Moab; en los
campos vecinos, Rut la Moabita, recogía las espigas olvidadas por los segadores
de Booz; en aquellos valles solitarios, David, niño aún, apacentaba sus rebaños
cuando el profeta envió á buscarlo para consagrarlo rey de Israel.
Hollando aquel suelo bendito, los santos viajeros evocaban
los piadosos recuerdos de su nación, ó más bien, de su familia. Desde las casas
de la ciudad, desde las montañas y los valles salían voces que les hablaban de
sus antepasados y sobre todo del gran rey cuyos últimos vástagos eran ellos.
Pero en aquella época ¿quién conocía á la Virgen de Nazaret y á José el
carpintero?
Al entrar en la ciudad, encontráronse como perdidos en medio
de los extranjeros llegados de todos los puntos del reino para hacerse
inscribir. En vano golpearon á todas las puertas en demanda de un asilo en que
pasar la noche; ninguna se abrió para recibirlos. Llenos de parientes y amigos,
los Belenitas rehusaron hospedar á esos desconocidos que además tenían las
apariencias de gente pobre y humilde. José y María se dirigieron entonces á la
posada pública en que de ordinario se detenían las caravanas; pero allí mismo
encontraron tan gran número de viajeros y bestias de carga, que les fué
imposible instalarse.
Rechazados de todas partes, los dos santos viajeros salieron
de la ciudad por la puerta de Hebrón. Apenas habían dado algunos pasos en esta
dirección, cuando divisaron una sombría caverna abierta en los flancos de una roca.
El Espíritu de Dios les inspiró el pensamiento de detenerse
allí. Penetrando en aquel triste recinto, reconocieron que era un establo en
que se refugiaban los pastores y los rebaños.- Allí había paja y un pesebre
para los animales, y la hija de David, después de largo y penoso viaje,
reclinóse sobre una gran piedra.
Pronto el bullicio cesó: un silencio solemne reinó en la
ciudad entregada al reposo. Sola en aquella gruta abandonada, María velaba y
derramaba su corazón delante del Eterno. De repente, hacia la media noche, el
Verbo encarnado sale milagrosamente del seno de su madre y aparece ante sus
ojos atónitos como un rayo de sol que deslumbra. María lo adora como á su Dios,
tómalo en sus brazos, envuélvelo en pobres pañales y lo estrecha á su corazón
de madre; y luego, ocupando el pesebre en que los animales tomaban su alimento,
lo recostó sobre un poco de paja.
Y desde aquel establo que le servia de abrigo, desde aquel
pesebre convertido en su cuna y desde aquella paja que lastimaba sus delicados miembros,
el Niño decía á su Padre celestial: « Vos no habéis querido sangre de animales,
me habéis dado esta carne formada por vuestras manos; héme aquí, pues, Dios
mío, pronto á inmolarme á vuestra voluntad». (1). De esta manera el Redentor
ofrecía á la majestad divina las primicias de sus sufrimientos y humillaciones.
Arrodillados á su lado José y María, con los ojos anegados en lágrimas, se
unían á su oblación.
(1) Ád Hebr. X, 9.
En aquella noche misteriosa, algunos pastores guardaban sus
rebaños en un valle vecino al establo en que había nacido el Hijo de Dios.
Como los pastores de los primeros tiempos Abraham, Isaac y
Jacob, complacíanse en meditar los divinos oráculos. Muchas veces con los ojos
fijos en el cielo, habían suplicado á Jehová que enviara por fin al Libertador
cuyo próximo advenimiento anunciaban los sabios de Israel. El Señor se dignó
recompensar la fé de aquellos humildes pastores. Iluminando la oscura noche que
cubría montañas y valles, una claridad divina se esparció súbitamente alrededor
de ellos y un ángel del cielo apareció ante sus ojos deslumbrados. A la vista
de aquel espectáculo, sintiéronse poseídos de temor, pero el ángel los
tranquilizó diciéndoles: “No temáis,
vengo á anunciaros un gran gozo para vosotros y para todo el pueblo. Hoy día,
en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador; es el Cristo, es el Señor que
esperáis. Hé aquí la señal con que le reconoceréis: hallaréis un niño pequeño
envuelto en pañales y recostado en el pesebre de un establo».
Cuando el ángel hubo pronunciado estas palabras, multitud de
espíritus celestes se unieron á él y juntos alabaron al Señor. «Gloria á Dios
en lo más alto de los cielos, exclamaron y paz en la tierra á los hombres de
buena voluntad». Luego, las voces se apagaron, desaparecieron los ángeles y se
extinguieron las celestes claridades.
Solos de nuevo los pastores y asombrados por lo que acababan
de ver y de oir, dijéronse los unos á los otros: «Vamos á Belén á ver con
nuestros ojos el gran prodigio que los ángeles nos han anunciado», y
dirigiéndose á toda prisa hacia el establo, encontraron allí, efectivamente, á
José y María, y al Niño recostado en el pesebre. Al verlo, reconocieron en él
al Salvador y, prosternados á sus pies, dieron gracias á Dios por haberles
llamado á adorarle.
Los pastores dejaron la gruta glorificando al Señor por las
maravillas verificadas ante sus ojos. Bien pronto publicaron; con gran sorpresa
de sus compatriotas, lo que habían visto y oído; y el eco de las montañas
repitió en todo Judá las palabras evangélicas: «Gloria á Dios, paz en la
tierra». Y desde entonces, cuando cada año llega aquella noche, entre todas
venturosa, los discípulos del Cristo entonan de nuevo y con amor, el himno de
los ángeles: i Gloria in excélsis ». Entretanto María, testigo atento de los
hechos maravillosos con que el Señor manifestaba al mundo la divinidad del
Niño, grababa fielmente en su corazón tan dulces y tiernos recuerdos.
Así apareció en medio de sus súbditos el Cristo-Rey, cuatro
años antes de terminar el cuarto milenario, el año 749 de la fundación de Roma;
cuadragésimo del reinado de Augusto y treinta y seis del gobierno de Herodes
rey de Judea. ¡Cuán lejos estaría de imaginarse el Emperador que aquel día,
primero de la nueva era, sus oficiales inscribirían en los registros del
empadronamiento un nombre más grande que el suyo; que un niño nacido en un
establo fundaría un reino más extenso que su dilatado imperio; y que en fin, la
humanidad, sustraída á la tiranía de los Césares, contaría sus fastos
gloriosos, no ya desde la fundación de Roma, sino desde la Natividad del Cristo
Redentor!
Sigue en Cap. V
No hay comentarios:
Publicar un comentario