CAPÍTULO V. La Presentación en el templo.
LA CIRCUNCISIÓN. — EL NOMBRE DE JESÚS. — PRESCRIPCIONES
LEGALES — MARÍA EN EL TEMPLO. — PROFECÍA DE AGEO. — EL SANTO ANCIANO SIMEÓN. —
« NUNC DIMITTIS”— GRAVE PREDICCIÓN. ANA, LA PROFETISA. PURIFICACIÓN Y PRESENTACION.
(LUC. II, 21-38.)
AL octavo
día después de su nacimiento, el Niño fué circuncidado en la gruta de Belén.
José pronunció las palabras del rito sagrado: « Alabado sea nuestro Dios que ha
impreso su ley en nuestra carne y marcado á sus hijos con el signo de la
alianza para hacerlos partícipes de las bendiciones de Abraham nuestro padre ».
(1).
(1)
Ver el Rational de Durand (edición Vives) III.
429.
El hijo de María llegaba á ser de esta manera hijo de
Abraham, el hijo de la promesa, el hombre misterioso á quien Jehová, para
consolar al santo patriarca, glorificaba con estas palabras: « Yo te daré un
hijo en quien serán bendecidas todas las naciones de la tierra ».
El día de la circuncisión los padres acostumbraban imponer
un nombre al recién nacido. El niño del pesebre fué llamado Jesús, es decir,
Salvador. Nombre mil veces bendito que el ángel había traído del cielo para
significar la misión del Verbo encarnado; nombre dulce á nuestros labios como
la miel, á nuestros oídos como un cántico armonioso, á nuestro corazón como un
gusto anticipado del Paraíso; (1) nombre sobre todo nombre, ante el cual se
dobla toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los infiernos (2).
Después de esta ceremonia, José y María se establecieron en
una humilde casa de Belén, creyendo que el Mesías debía residir en aquella
ciudad de David designada por los profetas como su cuna y adonde una
circunstancia providencial lo había conducido. Desde allí, el cuadragésimo día
después del nacimiento de Jesús se dirigieron á Jerusalén para cumplir otras
prescripciones legales.
Dios había dicho á Moisés: « La mujer que ha dado á luz un
hijo, se abstendrá de asistir al templo durante cuarenta días. El día
cuadragésimo, presentará al sacrificador un cordero de un año y una tortolilla en
ofrenda por el pecado. Si no pudiera procurarse un cordero, ofrecerá dos
tortolillas. El sacrificador rogará por ella y con esto, quedará purificada
(3).— « Además, me serán consagrados los primogénitos. Los rescataréis al
precio de cinco siclos de plata. Si vuestros hijos os interrogaren sobre este
rescate, les responderéis que Jehová os sacó de Egipto inmolando todos los
primogénitos de los Egipcios y que en recuerdo de esta libertad, le consagráis
los primogénitos de vuestros hijos » (4).
Esta doble ley
obligaba á todas las madres excepto á la Virgen Madre; y á todos los
primogénitos éxcepto al NiñoDios. Evidentemente, la que concibió del Espíritu
Santo y dió á luz al Santo de los Santos, no tenía mancha alguna de qué
purificarse; así como el que nació para rescatar al mundo, no tenía necesidad
de rescatarse á sí propio; pero quiso Dios dejar en la oscuridad de la vida
común á los dos privilegiados de su corazón, para dar á la tierra una lección
sublime de obediencia y humildad.
(1) San
Bernardo. Off. S. Nom. Jesu,
(2) Ad
Philipp. II. 9-10.
(3) Levit.
XII.
(4) Exod,
XIII.
En el día fijado por la ley, la divina familia se encaminó á la ciudad santa. María llevaba al Niño en sus brazos; seguíalos José con la humilde ofrenda que debía presentar la pobre madre. Después de algunas horas de marcha, entraron en Jerusalén. Los príncipes de los sacerdotes, pontífices y doctores, ni sospecharían acaso que pasaba delante de sus ojos aquel mismo Mesías cuyos gloriosos destinos tantas veces habían predicado al pueblo. Habrían respondido con una sonrisa de desprecio á quien les hubiera mostrado en ese niño al Libertador de Israel.
María se dirigió al templo, dichoso abrigo de sus primeros
años. Al subir con Jesús por las gradas del majestuoso edificio, acordábase
involuntariamente de la predicción del profeta Ageo. Quinientos años antes, los
restos de las tribus cautivas vueltos de Babilonia, reedificaban la ciudad y el
templo, y los ancianos no podían contener sus lágrimas al recordar las
magnificencias desaparecidas para siempre. « No lloréis, exclamó entonces el
profeta; esperad un poco y el Deseado de las naciones llenará de esplendor esta
casa. La gloria del nuevo templo eclipsará la del primero ». (1) La predicción
se cumplía en aquel día en que la presencia del Cristo glorificaba y
santificaba la casa de Dios; pero, como en el pesebre, dejaba á los sabios
sumidos en las tinieblas y sólo se revelaba á los humildes.
Había
entonces en Jerusalén un venerable anciano llamado Simeón. Fiel á Dios y
confiado en sus promesas, no sólo aguardaba al consolador de Israel, sino que
una esperanza aun más dulce llenaba su corazón de una santa alegría. El
Espíritu divino por secretas inspiraciones le había anunciado que no moriría
antes de ver con sus ojos al Mesías de Jehová.
(1)
Agg, II. 8-10.
En aquel día, conducido por el espíritu de Dios, el santo
anciano llegó al templo. Cuando José y María penetraron en el sagrado recinto,
Simeón divisó al niño en los brazos de su madre. Su mirada se detuvo fijamente
en Jesús, sus ojos se humedecieron en lágrimas y su alma, súbitamente
iluminada, descubrió al Hijo de Dios bajo los velos de su humanidad. Al punto,
arrebatado en un santo transporte, toma al niño en sus brazos, lo estrecha
sobre su corazón y con voz trémula de emoción, le dice: « ¡Bendito seas, Señor!
Has cumplido tu palabra; ahora puedo morir en paz, pues mis ojos han visto al
Salvador, á Aquel que habéis enviado á todas las naciones, luz de los pueblos,
gloria de Israel ».
Así habló el hombre de Dios. José y María oían llenos de
admiración aquel himno de alabanza en honor del divino Niño, cuando ven que la
frente del anciano palidece, como si un doloroso pensamiento turbase su
espíritu. Bendijo á los dos santos esposos y luego dijo á la madre: «Este niño
ha venido para ruina y resurrección de muchos en Israel. Será blanco de
contradicción entre los hombres y con ocasión de su venida, los pensamientos
ocultos en el fondo de los corazones quedarán patentes como en pleno día. En
cuanto á vos ¡oh madre! una espada de dolor atravesará vuestra alma ». Con esas
palabras el profeta anunciaba la oposición de los Judíos al reino del Mesías y
hacía entrever el Gólgota. María comprendió el martirio que la esperaba y sin
turbarse respondió como en otra ocasión al ángel: « Que se cumpla en su sierva
la voluntad de Dios ».
En este momento solemne llegó al templo un nuevo testigo que
Dios enviaba para reconocer y glorificar al divino Niño. Era Ana, la profetisa,
la hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Viuda, después de siete años de
matrimonio, aquella mujer venerable entonces de edad de ochenta años, llevaba
una vida santa. Pasaba sus días en la casa de Dios, maceraba su cuerpo con
ayunos continuos y día y noche elevaba sus súplicas ante el altar del Señor.
Como el anciano Simeón, reconoció en el Niño al Mesías prometido á su pueblo y
transportada de gozo, estalló en acciones de gracias y dió testimonio de Jesús
delante de todos los que esperaban la redención de Israel.
Después de estas manifestaciones gloriosas al par que
sombrías, María se acercó al atrio de los Judíos. Un sacrificador recibió las
dos tortolillas, oblación de la pobre madre y recitó en su presencia las
oraciones del sagrado rito. El sacerdote la introdujo entonces en el recinto
interior para la ceremonia de la presentación. Juntamente con José, María puso
el niño en manos del Ministro de Jehová y después de pagar los cinco siclos de
rescate, lo recibió nuevamente en sus brazos. En aquel momento, en vez de
recobrar la libertad que le aseguraban las formalidades legales, el Niño-Dios
se sometía voluntariamente á la esclavitud y consagrándose del todo á la gloria
de su Padre, se ofrecía como víctima por la salvación de la humanidad. María y
José, movidos por el mismo amor, ofrecían á Dios como obra suya el tesoro
depositado en sus manos. Cumplidas las prescripciones de la ley, los santos
esposos volvieron á tomar el camino de Belén.
JESUCRISTO, Su Vida, Su Pasión, Su triunfo, del Padre Berthé - Cap. V - La Presentación
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