CAPÍTULO VI. Los reyes de Oriente.
LOS TRE S MAGOS. - LA ESTRELLA MISTERIOSA. - EL VIAJE. -
LLEGAD A JERUSALÉN. - PÁNICO DE HERODES. - REUNIÓN DEL GRAN CONSEJO. - EN
CAMINO HACIA BELÉN. - ADORACIÓN DE LOS MAGOS. (Matth. II, 1-12.)
MIENTRAS que Jesús Salía de Jerusalén ignorado
de todos, con excepción de un anciano y de una pobre viuda, Dios preparaba un
acontecimiento que obligaría á los doctores, al Sanhedrín y al mismo rey
Herodes á fijar su atención en el recién nacido.
Más allá de las fronteras de Israel, bajo el hermoso cielo
de Oriente, existían pueblos que esperaban también un Salvador. Persas, Arabes
y Caldeos, alimentaban esta misma esperanza. Cuando los Hebreos desterrados
lloraban en las márgenes del Eufrates, los sabios del país los interrogaban
acerca de sus destinos, hojeaban con ellos los libros proféticos y se iniciaban
en los secretos del porvenir. Sabían que la venida del Mesías de Israel sería
anunciada por un signo celeste, porque un profeta, hablando de él, había dicho:
«Yo lo veo, pero no existe aún. Lo contemplo, aunque todavía está lejos. Una
estrella brillará sobre Jacob y un cetro se levantará en Israel». Habituados á
leer en los fenómenos celestes el presagio de los grandes acontecimientos, los
sabios grabaron en su memoria el recuerdo de esta predicción.
Un día, tres jefes de tribu, mirando el firmamento,
observaban con atención las estrellas que conocían por sus nombres, como conoce
el hortelano las plantas que riega cada mañana. De improviso ¡oh prodigio! notaron
un astro nuevo de magnitud extraordinaria y brillo maravilloso. Al mismo
tiempo, una voz interior les hizo comprender que aquella estrella anunciaba el
nacimiento del gran rey esperado por los Judíos.
Pero esto no era todo: una fuerza extraña, sobrehumana, les
impelía irresistiblemente á ponerse en busca de aquella Majestad divina. A
todas las dificultades, la voz interior respondía que la brillante estrella les
guiaría en todos los caminos que hubieran de recorrer. Fieles al celestial
atractivo, los tres magos, (así se les llamába) se decidieron á emprender un
viaje cuyo término ignoraban.
Acompañados de sus servidores y provistos de ricos
presentes, se pusieron en marcha con los ojos fijos en la estrella misteriosa.
Por largo tiempo la caravana siguió el derrotero de Abraham al emigrar de la
Caldea; por muchos días las ágiles cabalgaduras removieron la arena del
desierto; la estrella marchaba siempre. En fin, llegaron á las orillas del
Jordán y luego al monte de los Olivos frente á Jerusalén.
A la vista de la gran ciudad y del famoso templo que
ostentaba ante sus ojos la masa imponente de sus muros y torres, los Magos se
detuvieron creyendo que aquella era la ciudad del gran rey. Al mismo tiempo la
estrella desapareció, lo cual les indujo á creer que habían llegado al término
de su peregrinación. Apresuráronse, pues, á entrar en la ciudad santa y
preguntaron con toda ingenuidad á sus habitantes: «¿Dónde está el rey de los
Judíos que acaba de nacer?» .
Con gran asombro respondieron los interrogados que Herodes,
rey de los Judíos, tenía el cetro en sus manos hacía ya treinta y seis años y
que no tenían noticia de que hubiese nacido un nuevo príncipe. «Sin embargo,
exclamaron los tres viajeros, hemos visto en Oriente la estrella del nuevo rey
y hemos venido á adorarle». Más y más sorprendidos, los Judíos se miraban unos
á otros y comentando las extrañas palabras de aquellos extranjeros, se
preguntaban con emoción si el rey anunciado por la estrella misteriosa no sería
el Mesías esperado por Israel.
El mismo viejo Herodes, sabedor de las preguntas hechas por
los magos comenzó á temblar en su palacio. ¿Un rey recién nacido? ¿Acaso el
usurpador habría olvidado algún vástago de los Macabeos? ¿ O bien, el Mesías en
quien los Judíos fundaban sus esperanzas de restauración nacional, había
realmente aparecido? Devorado por la inquietud, el tirano reunió con presteza
el gran Consejo compuesto de los príncipes de los sacerdotes y doctores de la
Ley.
Según vuestros profetas, les dijo ¿dónde debe nacer el
Cristo que esperáis? — « En Belén de Judá», repondieron unánimemente. Y citaron
como prueba la profecía de Miqueas.
Feliz al saber donde podía encontrar á su odiado rival, si
por acaso existía, Herodes despidió á sus consejeros; pero para completar sus
informaciones, quiso interrogar él mismo á los tres viajeros sobre las
malhadadas preguntas que causaban su turbación. Disimulando la importancia que
daba á este incidente, los hizo venir secretamente á su palacio, se informó por
ellos de la significación de la estrella, del momento preciso de su aparición y
de todas las circunstancias que podían revelarle la edad del niño; luego,
fingiendo tomar parte en sus piadosas intenciones les dijo: «Id á Belén, allí
le encontraréis. Buscadle con cuidado, y cuando le hayáis encontrado, hacédmelo
saber, para ir yo también á adorarlo».
Desde este momento, un nuevo homicidio quedó resuelto en el
corazón de Herodes; con todo, temeroso de exasperar á los Judíos, que confiaban
en que el Mesías rompería sus cadenas, resolvió hacerlo desaparecer sin ruido.
De esta manera había hecho ahogar á su cuñado Aristóbulo pocos años antes,
vistiéndose de pomposo luto para ocultar su crimen á los ojos de la nación.
Los magos no podían penetrar los pensamientos de Herodes.
Llenos de confianza en sus palabras, tomaron sin vacilar la ruta de Belén,
felicitándose de esta determinación, pues apenas salieron de Jerusalén,
volvieron á ver á su guía milagroso, que marchaba delante de ellos como en los
desiertos del Oriente, encaminándolos á la ciudad de David.
Los piadosos extranjeros avanzaban en santo recogimiento,
cuando de repente la estrella se detiene. Inmóvil en el cielo, proyectaba sus
rayos sobré un punto fijo y parecía decir: Allí está el que buscáis. Mas no
vieron ni templo, ni palacio, ni tienda real, sino una choza (1) semejante á
las demás. Entraron sin embargo y se encontraron en presencia de una mujer que
tenía á un niño recién nacido en sus brazos y de un hombre que contemplaba en
silencio á aquellas dos celestiales criaturas.
(1) Según la
tradición popular, los magos adoraron al Niño-Jesús en el establo de Belén diez
días sólamente después de su nacimiento. Graves dificultades nos inclinan á
creer con muchos intérpretes, que la visita de los magos no se verificó sino
después de la Presentación y en una casa de Belén. Desde luego ¿cómo conciliar
la tradición con el texto de San Mateo que muestra á los magos entrando, no en
un establo, sino en una casa: et
intrantes domum adoraverunt eum? Además, se comprende que la santa Familia
haya pasado por necesidad algunos días en el establo de Belén; pero no se ve
claro por qué San José la hubiera dejado allí semanas enteras. En fin, si se
admite que los magos han conferenciado con Herodes sobre el nuevo rey de los
Judíos un mes antes de la Presentación, se seguiría que, engañado por ellos, el
asesino habría diferido durante un mes, á pesar de su cólera y de sus
sospechas, la matanza de los inocentes. Se seguiría también que José y María,
no obstante el furor de Herodes, iratus
est valde, habrían llevado el Niño á Jerusalén y al Templo, es decir, á las
manos del tirano, en lugar de ocultarlo á la vista de todos. El capítulo
siguiente mostrará mejor aún, que la huida á Egipto y la matanza de los
Inocentes han seguido inmediatamente á la partida de los magos.
Apenas fijaron su mirada en la santa Familia, un sentimiento
del todo divino penetró en el alma de los tres viajeros. Parecióles que la
humilde casa brillaba con un resplandor tan dulce y vivo á la vez, que se
creyeron transportados al cielo. Al mismo tiempo, la voz interior que les había
impelido á este viaje, les manifestó que bajo los pobres pañales que cubrían al
niño, se ocultaba el Hijo de Dios hecho hombre. Con los ojos humedecidos en
lágrimas se prosternaron á sus pies y le adoraron.
Reyes de las tribus del Oriente, declaráronse vasallos del
gran Rey y le ofrecieron el homenaje de sus coronas. Y cuando sus servidores hubieron
descargado á las bestias de las valiosas ofrendas que conducían, ofrecieron oro
á su Rey, incienso á su Dios y mirra al Redentor que venía á dar su vida por la
salvación del mundo.
Así se cumplían de la manera más inesperada las palabras del
profeta: «Levántate Jerusalén; la gloria del Señor ha brillado sobre ti. Las
naciones marchan á tu luz y los reyes al resplandor de tu sol. Te verás
inundada de camellos y dromedarios de Madián y de Efa. Vendrán de Sabá trayéndo
el oro y el incienso y cantando las alabanzas del Señor. Desde aquel día,
Jehová no será sólo el Dios de Israel; traerá á los pies de su Hijo, á los Judíos
y á los gentiles, á los pastores de Belén y á los reyes de Oriente”.
Embriagados de divinos consuelos, los magos hubieran querido
prolongar su permanencia cerca del divino Niño; pero, avisados por el cielo, se
alejaron rápidamente de Belén. Dios les reveló en sueños los proyectos
homicidas de Herodes y como ellos habían prometido al tirano darle cuenta de lo
que supiesen referente al nuevo rey de los Judíos, dióseles la órden de no
volver á Jerusalén, sino regresar á su país por distinto camino. Dóciles á la
voz del Señor, tomaron por el sur el camino de la Arabia, salvaron en pocas
horas los confines de la Judea y continuaron su viaje costeando las
extremidades del desierto. Mensajeros de Dios, no cesaban de referir, á su
paso, lo que habían visto y oído; de manera que en Oriente como en las montañas
de Judá se esparció la buena nueva: «El Cristo esperado desde tantos siglos, ha
nacido en Belén. »
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