domingo, 13 de diciembre de 2020

Capítulo VIII - Nazaret - Jesucristo, su Vida, su Pasión, su Triunfo - Padre Berthé

CAPÍTULO VIII. Nazaret. JESÚS EN JERUSALÉN. — EN MEDIO DE LOS DOCTORES. —L A VIDA OCULTA . EL REINO DE DIOS. OBEDIENCIA DE JESÚS. — SU POBREZA. — L A SANTA CASA. — VIDA DE TRABAJO Y DE ORACIÓN. — RETRATO DE JESÚS. — MUERTE DE SAN JOSÉ. — MIRADA AL PORVENIR . — (Luc. II, 40-52.) 
 SITUADA en el corazón de la Galilea, Nazaret contaba apenas con tres mil habitantes, casi todos ó agricultores. En esta humilde aldea fué donde Jesús pasó los días de su infancia y adolescencia, y donde sus compatriotas le vieron crecer en sabiduría y en gracia; y aunque en su exterior era semejante á los demás niños, sus precoces virtudes revelaban ya en él un alma privilegiada. 

A la edad de doce años, el adolescente debía observar las prescripciones de la ley. José y María condujeron á Jesús á Jerusalén con ocasión de la fiesta de la Pascua. Ya no tenían que temer á Arquelao, desterrado entonces de la Judea y relegado por el emperador á un rincón de las Galias. 

Juntáronse á las numerosas caravanas que se dirigían á la ciudad santa y por primera vez Jesús pudo asistir á los sacrificios, contemplar las víctimas sobre él altar y oir á los doctores explicar al pueblo los textos sagrados. 

Terminadas las solemnidades, las caravanas se pusieron de nuevo en marcha, los caminos se cubrieron de largas procesiones y el eco de las montañas repetía los cánticos, de los peregrinos que regresaban á sus hogares. José y María llegaron á la caída de la noche cerca de Betel, primer punto en que se hacía alto en el camino de Jerusalén á Nazaret. Buscaron al Niño entre los jóvenes de su edad; pero, después de recorrer todos los grupos y de preguntar por él acá y allá, la respuesta era siempre negativa. Llenos de angustia, volvieron por el camino que habían recorrido y atravesaron de nuevo las puertas de la ciudad santa. Durante tres días exploraron las calles y casas donde verosímilmente hubieran podido encontrarle, pero todo en vano. Por fin, subieron al templo, esperando hallarle en las galerías ó salones que rodeaban los santos vestíbulos.
 
Era la hora en que los doctores más afamados daban sus lecciones á la gran escuela de la sinagoga. Se escuchaba en esa época al ilustre Hillel que presidió el gran Consejo por cuatro años; al rígido Schammai, su émulo y con frecuencia su adversario; al docto Jonatás, que tradujo al caldeo los libros históricos y proféticos, y á otros sabios versadísimos en la ciencia de las Escrituras. A los pies de aquellos renombrados maestros, multitud de discípulos recogían con avidez las palabras de sabiduría que salían de su boca. ¿Cuál no fué la sorpresa de José y María cuando, al penetrar en el lugar santo, encontraron en medio de los doctores al Niño tan afanosamente buscado durante tres días ? Mayor aún parecía ser la admiración de la asamblea. Mezclado con los discípulos, Jesús había escuchado primero las lecciones de los nobles ancianos; después les había interrogado á su vez, poniendo de manifiesto en cada una de sus preguntas una inteligencia tan viva y profunda que todos, maestros y discípulos, sobrecogidos de admiración se preguntaban de dónde provenía en aquel niño una ciencia que á esa edad no podía haber bebido en los libros de los sabios. Más tarde, cuando Jesús, en aquel mismo lugar les predicó su doctrina; esos maestros de Israel pudieron acordarse del pequeño Galileo que, á los doce años, los confundía con la prudencia de sus preguntas y la sabiduría de sus respuestas. José y María se aproximaron al Niño y del corazón de la acongojada madre se escapó esta tierna queja: «Hijo mío ¿por qué has hecho esto con nosotros? Hace tres días que tu padre y yo te buscábamos con la mayor aflicción».—«¿Y para qué me buscábais? respondió con dulzura ¿no sabíais que yo debo ocuparme en las cosas que conciernen á mi Padre?» 

María no comprendía aún todo el plan de la divina misión que Dios había confiado á su Hijo. Conservó estas palabras en su corazón, como una luz venida del cielo para ilustrarla .en su conducta para con Jesús. En cuanto al Niño después de haber mostrado su absoluta sumisión á las órdenes del cielo, salió del templo con sus padres y regresó á Nazaret. 
 La naturaleza había hecho de la ciudad en que Jesús iba á pasar su juventud, la más profunda de las soledades. Rodeada de montañas que la separan del bullicio del mundo, forma con sus flancos un vasto anfiteatro de donde los habitantes dominan un risueño valle cubierto de higueras, olivos, viñedos y campos cultivados. De este valle, las miradas del hombre, limitadas en toda dirección por las alturas, sólo pueden dirigirse al cielo. Aquí fué donde Jesús quiso inaugurar el reino de Dios antes de predicarlo á los hombres.
 
Desde la caída original, en lugar de hacer reinar á Dios en su corazón, los hijos de Adán se miraban ellos mismos como dioses, sin reconocer otros mandamientos que los imperiosos deseos de sus criminales pasiones. Nuevo Adán, venido á la tierra para restablecer el reino de Dios, Jesús comenzó por mostrar á todos en su persona, el tipo perfecto del hombre enteramente sometido al Padre Celestial. 

En lugar de seguir las inspiraciones del orgullo y de erigirse en divinidad, se le vió, siendo el hombre-Dios, tomar la figura de un humilde siervo y someterse á su Padre hasta el punto de no tener otra voluntad que la suya. Más todavía: siendo criador del cielo y de la tierra, obedecía á José y María criaturas suyas, como á Dios mismo. 

Y no solamente no cometió falta alguna, sino que rompió abiertamente con los vicios que impulsan al hombre caído á conculcar los divinos preceptos. Riquezas y magnificencias codiciadas por la avaricia, honores y placeres buscados por la ambición y la lujuria; todos estos falsos dioses fueron despreciados por él, como los eternos enemigos de Aquel que exclusivamente tiene derecho á reinar sobre los corazones. 

Nacido en un establo, vivió en una pobre habitación de treinta pies de largo por doce de ancho, terminada por una gruta de pequeña dimensión arrimada á la colina y tallada en los flancos de la roca. Jesús no tuvo otro palacio en este mundo. Lejos de halagar su cuerpo y procurarle placeres y reposo, tenía siempre presente que Dios había ordenado al primer hombre ganar el pan con el sudor de su frente. Desde muy temprano, se dedicaba al trabajo bajo la dirección de su padre adoptivo; y mientras María se ocupaba en los cuidados domésticos, él acompañaba en el taller á José. Sus manos divinas manejaban el hacha y la sierra, y sus hombros se encorvaban bajo pesada carga. Ni sus parientes, ni sus conocidos, sospechaban que en aquel obrero vestido como los de su condición y tratado como uno de ellos, los ángeles del cielo reconocían y adoraban al Hijo de Dios. 

Libre de la servidumbre de las pasiones, el corazón de Jesús sólo latía á impulsos del amor á Dios y á los hijos de Dios, pobres extraviados que quería reconciliar con su Padre. En la mañana, mientras todos dormían, su oración subía ya á los cielos; durante el día, el amor divino animaba todas sus acciones; y en la noche, cuando el sueño cerraba sus párpados, su corazón velaba todavía. Todos los días eran parecidos en Nazaret, días de trabajo y de contemplación, días de paz y de felicidad, jamás turbados, ni por las tempestades del mundo, ni por el hálito venenoso del pecado. ¡Felices los que, como Jesús, hacen reinar á Dios solo en sus corazones; ellos gozan anticipadamente las delicias del cielo! 

Tal fué la vida de Jesús en Nazaret; vida oculta á los ojos de los hombres, preludio necesario de sus enseñanzas sobre el reino espiritual que iba á fundar. Otro género de vida esperaba efectivamente al divino Libertador. Con los años, su cuerpo se desarrollaba y fortificaba; sus facciones, mezcla de dulzura y de majestad, inspiraban respeto y veneración. Como el sol derrama progresivamente la luz, su inteligencia esparcía día por día con más abundancia los tesoros ocultos que Dios había encerrado en ella. La gracia brillaba en su frente, la bondad en todas sus palabras, la nobleza en su porte y maneras, la corrección en todas sus acciones ; era sin duda el Maestro irreprochable que Dios enviaba á los hombres para enseñarles con los ejemplos más aún que con las palabras, la verdad y la virtud. 

Así transcurrieron en aquel paraíso terrestre de Nazaret la adolescencia y juventud de Jesús; mas ¡ay! los días tempestuosos de la vida pública se acercaban. María pensaba, no sin tristeza, que sería necesario separarse á lo menos momentáneamente, del más tierno y abnegado de los hijos. Recordaba al mismo tiempo las predicciones del santo anciano Simeón; le parecía oir el ruido de las contradicciones de que su hijo sería objeto y ya la pobre madre sentía que la punta de la espada desgarraba su corazón. Copiosas lágrimas vertían sus ojos cuando los fijaba en su amado Jesús.

Como preludio de esta separación, el luto entró en la santa casa de Nazaret. El santo patriarca José, cumplida ya su misión en la tierra, iba á dormirse con el sueño de los justos. Por la última vez sus ojos reposaron con amor sobre el Hijo de Dios y la hija de David, dos tesoros que el Padre celestial había confiado á su guarda y mientras Jesús le bendecía, su alma llevada en alas de los ángeles, voló al seno de Abraham. 

Solo ya con su madre, Jesús departía amorosamente con ella sobre la gran misión que se le había confiado. Este pensamiento le ocupaba constantemente, mientras aguardaba la hora de manifestarse al mundo para la gloria de su Padre y la salvación de las almas. Algunas veces, desde las cimas que coronan á Nazaret, sus ojos descubrían las ciudades y aldeas que pronto serían el teatro de sus predicaciones; el hermoso lago de Galilea, el majestuoso Tabor, las cumbres veneradas del Carmelo que le ocultaban, al Occidente, las naciones sentadas á las sombras de la muerte. Sus miradas divinas divisaban en lejano horizonte, en las riberas del océano, los numerosos pueblos que vendrían á Jerusalén á venerar su sepulcro y su pensamiento se fijaba, de paso en aquella Roma, futura capital de su imperio, á cuyas cercanías los ángeles transportarían más tarde la santa casa de Nazaret. Entonces, devorado de un santo celo, oraba por los innumerables millones de almas llamadas á formar el reino de Dios y pedía á su Padre apresurara el día en que le fuera dado anunciar al mundo el Evangelio de la salvación.

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