Giotto - Entrada triunfal de Jesús en Jerusalen |
LIBRO SEXTO. La excomunión y el hosanna.
CAPÍTULO III. El Hosanna.
JESÚS EN BETANIA. — EL FESTÍN DE DESPEDIDA. — LA UNCIÓN DE MARÍA MAGDALENA. CRÍTICA DE JUDAS. RESPUESTA DEL SALVADOR. — PREPARATIVOS DEL TRIUNFO. — EL ASNA Y SU POLLINO. — « HOSANNA AL HIJO DE DAVID » . — JESÚS LLORA POR JERUSALÉN. — INDIGNACIÓN DE LOS FARISEOS. —(Matth. XXVI, 6-13 ; XXI, 1-11. — Marc. XIV, 3; XI, 1-11 — Luc. XIX, 29-44. - Joan. XII, 1-19.)
JESÚS fue recibido en Betania con transportes de gozo, no sólo por sus amados huéspedes, sino por toda la población de la aldea, feliz con volver á ver al divino taumaturgo que había resucitado á Lázaro. El día siguiente, sábado, fue para todos un verdadero día de fiesta. Las ovaciones de los peregrinos habían abierto los corazones á la esperanza. Se preguntaban si no estarían en vísperas de un triunfo, á pesar de que, después de la sentencia de excomunión, había fundamento para prever que los enemigos del Salvador intentarían apoderarse de él durante su permanencia en la capital.
Entre los principales habitantes de Betania se encontraba un ferviente admirador de Jesús, porque el buen Maestro lo había anteriormente sanado de la lepra, llamado Simón el leproso. Invitó éste á su bienhechor á tomar la cena en su casa, en compañía de sus apóstoles, de su amigo Lázaro y de muchos otros discípulos. Marta se encargó, según su costumbre, de dirigir el servicio de la mesa.
Durante la cena, María, la hermana de Marta, la pecadora de Mágdala, se acordó que un año antes en una circunstancia semejante, había obtenido del Salvador el perdón de sus faltas. Entregada del todo á su Dios, creyó que antes de su partida á Jerusalén, convenía dar el adiós al Maestro honrándole con un acto memorable de veneración y amor. Cuando el Salvador ocupó su lugar en la mesa del festín, María, con un vaso de alabastro en sus manos lleno de perfumes de gran precio, se acercó á él, rompió el vaso y derramó su precioso nardo sobre la cabeza del divino huésped; luego, echándose á sus pies, los ungió igualmente y los enjugó con sus largos cabellos. Toda la casa quedó como embalsamada con un exquisito y suave olor.
Los convidados observaban aquella escena con la mayor atención. Era costumbre entre los judíos romper un vaso en medio del festín para recordar, entre las alegrías del mundo, la fragilidad de la vida humana. María acababa de profetizar, como lo venía haciendo el Maestro desde algunos días atrás, que la separación se acercaba. Todos se unían de corazón á María en aquel supremo homenaje rendido al Salvador, cuando desde un grupo de discípulos se dejaron oir palabras de descontento. Judas, uno de los doce, melancólico y taciturno hasta aquel momento, expresaba en voz alta su indignación por esa prodigalidad que calificaba de insensata. ¿Con qué fin, dijo, un gasto tan exagerado? ¡Fácil habría sido vender en trescientos denarios estos perfumes que derrocháis y dar esta suma á los pobres!
Muchos aplaudieron esta crítica sin sospechar, por cierto, las secretas intenciones del pérfido apóstol. Judas se inquietaba muy poco por los pobres, pero como manejaba la bolsa común del colegio apostólico y con poco escrúpulo, aquellos trescientos denarios eran objeto de su codicia. Por otra parte, había perdido ya el amor á su Maestro desde el momento en que sólo enfrevió para él humillaciones y tal vez una catástrofe en la cual necesariamente quedarían envueltos sus discípulos. ¿Por qué, pensaba, tributar semejantes honores a un hombre que habla tanto de su reino y se encuentra siempre reducido á la mendicidad ?
Jesús veía muy claro lo que pasaba en aquella alma atormentada por el demonio y él mismo se encargó de responderle. « No molestes á esta mujer, dijo á Judas y á los otros censores ¿por qué le reprocháis su conducta para conmigo? Acaba de practicar una buena acción, anticipándose á rendirme los honores de la sepultura. Siempre tendréis pobres á quienes socorrer, pero á mí, no siempre me tendréis. Censuráis á esta mujer y yo os digo, que en donde quiera que se predique mi Evangelio, su nombre será pronunciado con honor á causa de lo que acaba de hacer. »
Por lo demás, aquella unción real de Betania, censurada por un traidor y alabada por un Dios, no era más que el preludio del triunfo también real que al siguiente día todo un pueblo iba á tributar al Salvador. Jesús había rehusado la corona terrestre que los Galileos engañados, no cesaban de ofrecerle; pero él quería antes de morir, que este mismo pueblo reconociera su verdadera dignidad real y condujera triunfalmente á través de las calles de su capital al Hijo de David, al Mesías libertador, al verdadero rey de Israel. En presencia de los fariseos que le llenaban de injurias desde hacía tres años, del Sanhedrín que le había excomulgado, del gran sacerdote que se preparaba á pronunciar contrá él sentencia de muerte, Jesús iba á aparecer como rey pacífico, pero también como rey omnipotente; como un pastor dispuesto á morir por sus ovejas, pero también como el juez de los que tramaban su muerte. Y los millares de hombres que de todas las naciones llegarían á Jerusalén para las fiestas de Pascua, asistirían también á la exaltación del Mesías realizada por todo el pueblo de Israel, antes de ver á este mismo Mesías suspendido en el patíbulo de los criminales.
Antes de la llegada de Jesús á Betania, los peregrinos que ya invadían á Jerusalén se informaban con ansiedad acerca del profeta de Nazaret. La resurrección de Lázaro preocupaba á todos los espíritus y naturalmente cada uno deseaba volver á ver y oir á aquel hombre bastante poderoso para sacar vivo del sepulcro á un muerto de cuatro días. Por todas partes se oía esta pregunta: ¿Vendrá á la fiesta ó le arredrará el decreto del Sanhedrín? Cuando de repente, los peregrinos que hicieron con Jesús el camino de Jericó á Betania, esparcieron la noticia de que el profeta pasaría el sábado en casa de Lázaro y al día siguiente subiría al templo.
En el acto, se manifestó en todos los cuarteles de la ciudad una agitación extraordinaria. Multitud de vecinos y extranjeros treparon al monte de los Olivos, impacientes de ver al Maestro y á su amigo Lázaro salido de la tumba. Lázaro y las gentes de Betania referían todas las particularidades del gran milagro verificado por el profeta, de suerte que el número de los partidarios de Jesús, aumentando de hora en hora, comenzó á infundir terror á los príncipes de los sacerdotes. Inquietos y turbados, éstos últimos tuvieron el pensamiento de hacer morir á Lázaro, aquel testigo vuelto de la tumba para cubrirles de confusión.
Tal era el estado de los espíritus, cuando, el domingo, Jesús dejó á Betania para hacer su entrada en Jerusalén. Sus apóstoles le rodeaban esperando ver comenzar ya el reinado de su Maestro. Una multitud inmensa le escoltaba lanzando exclamaciones de alegría. Y no sólo no le desagradaban aquellas demostraciones, sino que luego manifestó su voluntad de entrar á la ciudad santa como un rey en su capital. Llegado al monte de los Olivos, cerca de la aldea de Betfajé, hizo detenerse á la multitud y tomando aparte á dos de sus discípulos, les dijo: « id á aquella aldea que está delante de vosotros; á la entrada de ella encontraréis una asna atada y su pollino sobre el cual nadie ha montado todavía. Desatadlos y traédmelos; que si alguien os preguntare con qué derecho lo hacéis, responded que por orden del Maestro y os lo permitirá.» Los dos mensajeros encontraron, en efecto, el asna y su pollino atados á una puerta que daba al camino. Preguntóseles qué intentaban hacer con ellos y como los enviados respondieran lo que les había ordenado el Maestro, les dejaron partir sin ninguna observación.
El asno había sido la cabalgadura de los reyes y montado en él el verdadero rey de Judá, debía hacer la entrada en su capital, según la profecía de Zacarías: «Alégrate, hija do Sión! Hé aquí que tu rey viene á ti lleno de mansedumbre, montado sobre una asna y su pollino. » Los discípulos se despojaron de sus mantos para engalanar con ellos al pollino, é hicieron subir sobre él á Jesús. Luego la multitud, entre gritos de alegría, le acompañó á Jerusalén.
Aquello fué verdaderamente una marcha triunfal. Multitudes acudían desde la ciudad al encuentro del cortejo, llevando palmas en las manos y haciendo resonar el aire con sus aclamaciones; de manera que Jesús se encontró estrechado entre dos oleadas de pueblo, los que le seguían desde Betania y los que le salían al encuentro. A medida que el Salvador avanzaba, unos extendían sus vestiduras á lo largo del camino, otros arrojaban ramas de árboles á su paso; todos á porfía celebraban las alabanzas del profeta y le proclamaban rey de Israel.
Guando la comitiva, llegada á la cima del monte, divisó los blancos muros de la ciudad santa, sus espléndidos palacios y su vasto templo rodeado de parapetos, lanzó á todos vientos sus gritos de fe y de amor : «¡Hosanna! ¡Hosanna en lo más alto de los cielos! ¡Gloria al Hijo de David! ¡Bendito sea el que viene en el nombre del Señor, á restaurar el reino de David nuestro Padre!» No se podía reconocer más claramente al Mesias prometido á Abraham y cantado por ios profetas. Ante tal espectáculo, los envidiosos fariseos que se habían mezclado en el acompañamiento, echaban en cara á Jesús los gritos sediciosos de sus partidarios y calificaban de revuelta contra el César esta ovación que se hacía á su enemigo. «¡Maestro, le decían con un despecho que no podían disimular, os conjuramos que hagáis callar á vuestros discípulos! — ¡ Es inútil, les respondió el Salvador, porque en este momento, si ellos callaran, las piedras mismas clamarían! »
En aquella hora escogida por Dios para glorificar á su Hijo en nombre de la nación judía, no habría habido poder humano capaz de impedir aquella pública manifestación de su soberanía. ¡Desgraciados de aquellos que, en aquel día solemne, rehusaron abrir sus ojos á la luz y blasfemaron contra Jesús, en lugar de cantar con el pueblo un himno á su gloria! Desde la cima del monte, el Salvador detuvo un instante su mirada sobre esa Jerusalén que desde hacía tanto tiempo venía despreciando obstinadamente la gracia de la salvación y sus ojos se llenaron de lágrimas. «¡Oh Jerusalén, exclamó, si quisieras aun en este día que se te ha dado, si quisieras abrir los ojos para reconocer al único que puede darte la paz! Pero, estás herida de una ceguedad que causará tu ruina. Pronto llegará el día en que tus enemigos te circunvalarán de trincheras, te sitiarán y estrecharán por todos lados. Serás arrasada y tus hijos serán sepultados bajo tus ruinas y de Jerusalén no quedará piedra sobre piedra, porque no has querido conocer el día en que el Señor te ha visitado. »
Momentos después, Jesús entraba en la ciudad seguido de la inmensa multitud de sus discípulos. La población en masa acudió á su encuentro en medio de una agitación profunda. Los extranjeros preguntaban: «¿Quién es este hombre y por qué estas aclamaciones ?— Es el profeta de Nazaret, se les respondía; es el que resucitó á Lázaro.» Y el Hosanna al Hijo de David resonaba cada vez más ardoroso á través de toda la ciudad. En cuanto á los fariseos, más exasperados que nunca, se decían unos á otros: « Ya veis que no hemos adelantado un paso; le condenamos á muerte y hé aquí que todo el pueblo corre tras él. »
Los discípulos condujeron á Jesús hasta el templo en donde sólo permaneció un momento, pero lo bastante para ver la casa de Dios convertida de nuevo en un mercado público. Llegaba la noche; Jesús se retiró de allí resuelto á remediar al día siguiente semejante profanación y después de despedir al pueblo, volvió á subir al monte de los Olivos donde pasó la noche orando á su Padre.
CAPÍTULO IV. Judíos y Gentiles.
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