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LIBRO SEGUNDO. - Una voz del Desierto. –
CAPÍTULO I. El Profeta del Jordán. –
LA JUDEA, PROVINCIA ROMANA — DESOLACIÓN DE LOS JUDÍOS. —
PONCIO-PILATOS — PROFECÍAS DE JACOB Y DE DANIEL. — EL PRECURSOR — CARÁCTER DE
SUS PREDICACIONES — SU BAUTISMO. (Matth. III. 1-6 — Marc. 1.1-6. — Luc. III.
1-6.)
DESDE la
aparición del ángel al sacerdote Zacarías, treinta años habían transcurrido;
treinta años dé discordias y de revoluciones que habían aniquilado el reino de
Judá y costado muchas lágrimas á los verdaderos hijos de Israel.
A la muerte de Herodes, su hijo Arquelao heredó el cetro,
pero pronto el emperador Augusto lo arrancó de sus manos y redujo la Judea á
provincia romana. Así desapareció la antigua monarquía de Judá. El pueblo de
Ahraham, de David, de Salomón, de los Macabeos, vino a ser esclavo de los
Gentiles, quienes desde lo alto de la torre Antonia dominaron la ciudad y el
templo. Los Judíos conservaron la libertad de seguir su religión, pero sólo el
gobernador romano, representante del César, ejerció en lo sucesivo el derecho
de vida ó muerte y en consecuencia, él era quien administraba justicia y sus
recaudadores recibían el impuesto que antes se pagaba á Jehová.
Los Judíos lloraron amargamente la pérdida de su
nacionalidad. Herodes y sus viles cortesanos, llamados los herodianos, habían
empleado todo su poder en favorecer la dominación extranjera; pero la masa del
pueblo, fiel á la ley de Moisés, sólo esperaba una ocasión propicia para
sacudir el yugo. Un cierto Judas oriundo de Galilea, se puso un día á la cabeza
de un puñado de insurgentes y poco faltó para que sublevara todo el país; pero
bien pronto los Romanos ahogaron la rebelión en la sangre de los rebeldes.
En los últimos tiempos, el descontento de los patriotas
llegó á la exasperación. Los cuatro primeros gobernadores de la Judea, á pesar
del mal tratamiento que daban á los vencidos, respetaban siquiera su religión;
pero el quinto de entre ellos, Poncio-Pilatos, investido recientemente del poder,
no perdía ocasión de manifestar su propósito de violar las más graves
prescripciones de la Ley mosaica. Un día, el pueblo vió flamear en las alturas
de la torre Antonia los estandartes de las legiones cubiertos con emblemas
idolátricos. Ésta profanación sacrilega de la ciudad santa, produjo Un
levantamiento general. Millares de hombres, mujeres y niños persiguieron á
Pilatos hasta en su palacio de Cesarea, lo asediaron durante cinco días con sus
clamores y le declararon que estaban todos resueltos á morir antes que ver otra
vez á Jerusalén manchada con las imágenes de los falsos dioses. Pilatos cedió
al fin, pero los Judíos, desesperados, comprendieron que su religión, su nación
y sus leyes habrían ya tocado á su término, si Dios no enviaba el Libertador
prometido á sus padres.
Por esta razón, con más asiduidad que nunca, los doctores
estudiaban, inclinados sobre los sagrados pergaminos, las palabras solemnes de
los profetas. En las sinagogas aseguraban al pueblo que el Mesías no podía
tardar en aparecer. Jacob predijo que el cetro no saldría de Judá antes de la
llegada del gran rey, el Deseado de las naciones que debía enviar el Señor. (1)
Encontrándose el cetro de Judá en poder de los Romanos, decían los sabios, el
gran Rey va á venir para recobrarlo y libertar á su nación del yugo de los
tiranos.
Y á los que preguntaban si era llegado ya el momento preciso
de la libertad, respondían los rabinos citando la célebre profecía de Daniel:
"Setenta semanas pasarán para el pueblo y la ciudad santa, antes que tenga
fin el pecado y la iniquidad quede borrada, la justicia eterna aparezca y sea
ungido el Santo de los santos. Hasta el advenimiento del Cristo-Rey pasarán
sesenta y nueve semanas y a mediados de la septuagésima, cesarán la oblación y
el sacrificio. " (2)
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(1) Gen. cap. XLIX, 10.
(2) Dan. cap. IX, 24. Se trata en esta profecía de setenta
semanas de años (490 años) que debían transcurrir desde el edicto que
autorizaba la reconstrucción del templo de Salomón, hasta la muerte del Mesías.
Y, en efecto, Jesús apareció en el curso de la semana septuagésima.
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Según sus cálculos, en pocos años más se llegaría á la mitad
de la semana septuagésima y por consiguiente, se podía esperar de un día á otro
la aparición del Mesías.
Ahora bien, en la fecha precisa indicada por el profeta
Daniel, el año quince de Tiberio César, siendo Poncio Pilatos gobernador de la
Judea, Herodes Antipas tetrarca de la Galilea y Filipo su hermano de la Iturea,
bajo el pontificado de Anás y de Gaifás, esparcióse repentinamente en Jerusalén
y en toda la Judea el rumor de que había aparecido un profeta en las riberas del
Jordán. Al decir de las turbas que corrían al desierto para verle y oirle,
llevaba por vestido un cilicio de piel de camello atado á la cintura por un
ceñidor de cuero. Su alimento consistía en langostas y miel silvestre recogida
en el tronco de los árboles ó en las grietas de las rocas. Por la noche se refugiaba
en las cavernas de la montaña y allí, mientras que los tigres y chacales
husmeaban de un lado á otro en busca de su presa, el nuevo Elias bendecía á
Jehová.
A la usanza de los nazarenos, (1) llevaba una barba larga y
majestuosa jamás tocada por la navaja y su cabellera flotaba en desorden sobre
sus hombros, dando un aspecto más austero todavía á su rostro enflaquecido por
el ayuno y las vigilias.
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1)
Secta religiosa venerada entre los Judíos.
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Nada se sabía de su origen: sólamente los viejos pastores de
las montañas de Judá, contaban que un niño concedido milagrosamente al
sacerdote Zacarías y nacido entre prodigios, había desaparecido desde sus
primeros años sin haberse oído hablar más de él. Tal vez aparecía de nuevo para
anunciar á sus compatriotas las voluntades del Dios de Israel.
El profeta de quien todos hablaban no era otro, en efecto,
que el hijo de Isabel y Zacarías, el niño santificado desde el vientre de su
madre, el hombre encargado por Dios mismo de preparar los caminos al Mesías.
Después de haber pasado largos años en las más rigurosas austeridades, sintióse
súbitamente llamado á inaugurar su misión de precursor. Bajo la acción del
Espíritu Santo, un fuego divino penetró en su alma, su voz estalló como el rayo
y su corazón fué poseído de una energía que ninguna fuerza humana habría podido
doblegar. Al punto, abandonó el desierto que le había servido de refugio y se
puso á recorrer las regiones montañosas, las orillas desoladas del gran lago
que sirvió de tumba á Sodoma y Gomorra, y las riberas sagradas del Jordán.
Cuando se veía rodeado por el pueblo, Juan subía á una
prominencia de donde dominaba á la multitud y con voz vibrante y austera decía
á todos: « Haced penitencia, porque se acerca el reino de los cielos ».
Sobrecogidas de religioso temor, las turbas le hacían preguntas sobre su
misión. « Yo soy, respondía, la voz del que clama en el desierto: Preparad el
camino del Señor, haced rectas sus sendas. Todo valle será colmado, todo monte
allanado; los caminos tortuosos se enderezarán y todo hombre podrá ver con sus
ojos al Salvador enviado por Dios ».
Y el auditorio familiarizado con los símbolos de las
Escrituras, comprendía, al oir aquellas palabras, que Israel recibiría bien
pronto á su Libertador; pero que era necesario prepararle por medio de la
penitencia la entrada á los corazones, expiar los pecados del pueblo, las
prevaricaciones de los grandes, la ignominia de los pontífices, las profanaciones
del templo, la indiferencia y desprecio de un gran número respecto a las
prácticas de la santa Ley.
Juan no se contentaba con simples signos exteriores de
arrepentimiento; exigía de sus discípulos una conversión sincera. A sus
predicaciones agregaba el bautismo, para significar á los penitentes que las
manchas del alma debían borrarse, á la manera que se purifican las manchas del
cuerpo por medio de abluciones. Conmovidos por aquellas palabras de fuego, los
oyentes se daban golpes de pecho, confesaban sus pecados y bajaban al río para
recibir el bautismo. Juan los sumergía en el agua como en un baño espiritual y
el bautizado salía del Jordán verdaderamente purificado por su arrepentimiento
y su fe en el Libertador. Por medio de este acto solemne, se hacía ciudadano
del reino de Dios.
Así preparaba Juan los caminos a Aquel que venía á borrar
los pecados del mundo. De toda la Judea, de Jerusalén, de las cercanías del
Jordán, acudían para pedirle el bautismo. Los nuevos iniciados regresaban á sus
hogares repitiendo por todas partes las palabras del profeta: « Se acerca el
reino de Dios». Más de un Judío, creyendo ver ya restablecido el reino de Judá,
miraba con ojo amenazador á los soldados romanos de facción cerca del templo y
se decía con orgullo: “Pocos días más, y la ciudad santa no se verá manchada
por la presencia del extranjero”.
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