ARTICULO III
Debemos vaciarnos de lo que
hay de malo en nosotros
TERCERA VERDAD
78. Nuestras mejores acciones son ordinariamente ensuciadas y corrompidas
por el mal fondo que hay en nosotros. Cuando se pone agua limpia y clara en una
tinaja que huele mal, o vino en una vasija cuyo contenido está echado a perder
por otro vino que estuvo allí adentro, el agua clara y el buen vino se echan a
perder y fácilmente toman mal olor.
Del mismo modo, cuando Dios pone en la vasija de nuestra alma,
echada a perder por el pecado original y actual, sus gracias y rocíos
celestiales, o el vino delicioso de su amor, sus dones se echan comúnmente a
perder y se ensucian por la mala levadura y el mal fondo que el pecado ha
dejado en nosotros; nuestras acciones, y aún las virtudes más sublimes, se
resienten.
Es pues de gran importancia para adquirir la perfección, que no se
obtiene sino por la unión a Jesucristo, vaciarnos de lo que hay de malo en
nosotros: de lo contrario, Nuestro Señor, que es infinitamente puro y odia
infinitamente la menor suciedad en el alma, nos rechazará de su vista y no se
unirá en absoluto a nosotros.
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Para vaciarnos de nosotros mismos hace falta en primer lugar
conocer bien, por la luz del Espíritu Santo, nuestro mal fondo, nuestra
incapacidad para todo bien útil a la salvación, nuestra debilidad en todas las
cosas, nuestra inconstancia en todo tiempo, nuestra indignidad de toda gracia y
nuestra iniquidad en todo lugar.
El pecado de nuestro primer padre nos ha casi totalmente echado a
perder, agriado, hinchado y corrompido, como la levadura agria, hincha y
corrompe la masa en que se la pone.
Los pecados actuales que hemos cometido, mortales o veniales, tan
perdonados como estén, han aumentado nuestra concupiscencia, nuestra debilidad,
nuestra inconstancia y nuestra corrupción, y han dejado malos restos en nuestra
alma.
Nuestros cuerpos están tan corrompidos que el Espíritu Santo los
llama (1) cuerpos del pecado, concebidos en el pecado, alimentados en el pecado
y sólo capaces de todo pecado, cuerpos sujetos a mil y mil enfermedades, que se
corrompen de día en día y que no engendran más que sarna, parásitos y
corrupción.
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1) Rom., VI, 6 – Ps. L, 7
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Nuestra alma, unida a nuestro cuerpo, se ha hecho tan carnal, que
es llamada carne: Toda carne había
corrompido su camino (2). No teníamos por herencia más que orgullo y
ceguera de espíritu, endurecimiento de corazón, debilidad e inconstancia en el
alma, concupiscencia, pasiones rebeldes y enfermedades en el cuerpo.
Somos naturalmente más orgullosos que los pavos reales, más
apegados a la tierra que los sapos, más feos que los chivos, más envidiosos que
las serpientes, más glotones que los cerdos, más coléricos que los tigres y más
perezosos que las tortugas, más débiles que las cañas y más inconstantes que
las veletas.
No tenemos en nuestro fondo sino nada y pecado, y no merecemos sino
la ira de Dios y el infierno eterno (1).
Después de esto, ¿debemos sorprendernos de que Nuestro Señor haya
dicho que quien quisiera seguirlo debía renunciar a sí mismo y odiar su alma;
que aquel que amara su alma la perdería, y que aquel que la odiase la salvaría
(2)?
Esta Sabiduría infinita, que no da sus mandatos sin razón, no nos
ordena odiarnos a nosotros mismos sino porque somos grandemente dignos de odio:
nada más digno de amor que Dios, nada tan digno de odio que nosotros mismos.
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1) Nota de los editores (síntesis): Lo que San Luis María afirma
aquí es nuestra incapacidad de ser fieles sin el auxilio de la gracia.
N. de la R.: …y lo
hace para mejor enseñar que este problema tiene solución practicando la
verdadera devoción a la Ssma. Virgen
según el método que él enseña en este, su Tratado.
2) S. Juan, XII, 25
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81. En segundo lugar, para
vaciarnos de nosotros mismos hace falta morir a nosotros mismos todos los días;
es decir que hay que renunciar a las operaciones de las potencias de nuestra
alma y de los sentidos del cuerpo; que hace falta ver como si no viésemos, oír
como si no oyésemos, servirnos de las cosas de este mundo como si no nos
sirviésemos de ellas (1), lo que San Pablo llama morir todos los días: Quotidie morior (2). “Si el grano de
trigo al caer en tierra no muere, se queda solo y no produce ningún fruto que valga:
Nisi granum frumenti cadens in terram
mortuum fuerit, ipsum solum manet (3)”.
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1) I Cor., VII, 29-31.
2) I Cor., XV, 31.
3) S. Juan, XII, 24-25.
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Si no morimos a nosotros mismos y si nuestras devociones más santas
no nos llevan a esa muerte necesaria y fecunda, no daremos fruto que valga la
pena, nuestras devociones se nos volverán inútiles, todas nuestras justicias (1)
serán ensuciadas por nuestro amor propio y nuestra voluntad propia, lo que hará
que Dios tenga en abominación los mayores sacrificios y las mejores acciones
que podamos hacer; que a nuestra muerte nos encontremos con las manos vacías de
virtudes y de méritos, y que no tengamos ni una centella del puro amor, que no
se comunica más que a las almas muertas a sí mismas cuya vida está escondida
con Jesucristo en Dios (2).
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1) Expresión bíblica equivalente a “obras de justicia”.
2) Coloss., III, 3.
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82. En tercer lugar hay que elegir, entre todas las devociones a la Santísima Virgen,
la que más nos lleve a esa muerte a nosotros mismos, como siendo la mejor y la
más santificante; pues no hay que creer que todo lo que brilla sea oro, que
todo lo que es dulce sea miel, y que todo lo que sea fácil de hacer y practicado
por la mayoría sea lo más santificante.
Como hay secretos de naturaleza para hacer en poco tiempo, con
pocos gastos y con facilidad ciertas operaciones naturales, hay del mismo modo
secretos en el orden de la gracia para hacer en poco tiempo, con suavidad y
facilidad, operaciones sobrenaturales, vaciarse de sí mismo, llenarse de Dios y
volverse perfecto.
La práctica que quiero descubriros es uno de estos secretos de la
gracia, desconocido por la mayoría de los cristianos, conocido por pocos
devotos, y practicado y gustado por un número mucho más pequeño aún.
Para empezar a descubrir esta práctica, he aquí una cuarta verdad
que es consecuencia de la tercera.
Cfr. “TRAITÉ de La Vraie
Dévotion à la Sainte
Vierge”, de San Luis María de Montfort, 6e Édition
– 48e-62e mille – PÈRES MONTFORTAINS (Cie de Marie), LOUVAIN (Belg.)
Traducido del original francés conservando todo lo posible los términos
y redacción del santo autor.
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